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Diario YA


 

Hay dos grandes asuntos sobre los que pivota el discurso liberal-progresista que actualmente condiciona el debate público

La muerte que indigna

Rafael Nieto. Hay dos grandes asuntos sobre los que pivota el discurso liberal-progresista que actualmente condiciona el debate público: uno es el aborto (la eliminación del más débil cuando aún no puede defenderse y a través de leyes injustas que apoyan la mayoría de los ciudadanos en las urnas), y la eutanasia, también llamada "muerte digna", como si la actual generación de humanos que puebla el planeta pudiera dignificar ni siquiera un huevo frito.

Vaya por delante que cuando hablamos de estos temas, y más si analizamos casos concretos, lo hacemos desde el máximo respeto al dolor de las familias que sufren: ya sean madres, padres, abuelos o niños. Siempre respetamos el dolor del que sufre injustamente, sea cual sea su condición, raza o religión. Pero ninguna circunstancia particular convierte lo bueno en malo ni lo malo en bueno, y acabar con la vida de otra persona es algo que, sencillamente, no está en nuestras atribuciones en esta vida. Es algo reservado a la Providencia.

Ningún ser humano puede decidir que otra persona debe morir. Del mismo modo que nacemos gracias al hálito de nuestro Señor, nos marchamos de este mundo cuando Él lo decide, y nadie puede atribuirse semejante capacidad por muchas razones que crea que le asisten. Nuestra vida es digna porque procede de Dios, y nuestra muerte no es más digna porque evitemos un sufrimiento cuyo misterio no nos corresponde a nosotros descifrar.

Los padres de Andrea, la niña gallega de 12 años que padece una enfermedad neurodegenerativa irreversible, han pedido a un juez que se deje de alimentar artificialmente a su hija para que "deje de sufrir". La máquina que pone el alimento directamente en su estómago dejará de hacerlo en cuanto el juzgado dé la razón a los padres de la pequeña, y entonces su corazón dejará de latir. Estar atada a una máquina electromecánica del hospital de Santiago de Compostela es, a juicio de los padres, un "encarnizamiento innecesario". Ellos ya han decidido que debe morir, y ahora un juez debe pronunciarse al respecto.

En realidad, cabe hacerse las grandes preguntas de siempre: ¿para qué venimos a este mundo?, ¿qué pintamos aquí? ¿Acaso alguien nos preguntó si queríamos nacer, vivir, respirar, sufrir y gozar, y por fin morir? Pero en esto, como en tantas cosas, el convencimiento de que existe un Dios que gobierna el Universo y que está en la génesis de todas y cada una de las vidas de la Tierra sirve como base sobre la que edificar un razonamiento. Nosotros no podemos comprender las grandes incógnitas de este mundo, pero sí debemos tener una pauta moral de comportamiento. Y no jugar a ser dioses, asumir con humildad las limitaciones que nos impone la condición humana, es una forma segura de no equivocarse.

¿Quién soy yo para desenchufar una máquina que está alimentando a una persona que no puede hacerlo por sí misma? ¿Quién soy yo para decidir: tú te apeas ahora y aquí de este mundo, y yo sigo adelante? Los ideólogos de lo políticamente correcto, que enterraron el cristianismo para poner al hombre de hoy como único diosecillo verdadero, les dirán que sí, que todo podemos y debemos decidirlo nosotros. Que nosotros decidimos lo que está bien y lo que está mal, y por supuesto nosotros decidimos lo que es una muerte digna o indigna. Nosotros decidimos en qué momento desconectar la máquina expendedora de dignidad.

Nos lo hará pagar el Único que puede hacerlo. Pagaremos el pecado de soberbia que anida en la promoción de la eutanasia o en el crimen abominable del aborto. El exterminio del más débil porque no tiene voz, o porque resulta muy caro de mantener, o porque nos horroriza el encarnizamiento innecesario, o porque me da la realísima gana, ya que todas esas razones valen lo mismo. De lo que se trata es de que no haya pautas morales a las que atenerse, que no haya nadie por encima de nuestras pequeñas cabezas que nos recuerde que no somos nada sin Él.

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